Javier Alemán

El Vampiro Milenario (I)

In Rol on marzo 27, 2022 at 9:42 pm

«Novelización» de una partida a Thousand Year Old Vampire. Primera sesión.

Soy Tiberio Antonio, hijo único de Cayo Antonio, un apreciado viticultor del Piceno y primer senador de nuestra familia. Nací en lo que más tarde los mortales denominarían el año 27 antes de Cristo. Morí una vez pero se me privó de los Campos Elíseos, y si escribo esto es para recordar, para que las sombras no se lleven lo que una vez amé y fui y que yo mismo he ido destruyendo con cada devastadora noche en la que despierto.

Mi única ambición fue ascender la escalera del cursus honorum y convertirme en cónsul, ennoblecer a los míos para siempre. Una esperanza vana, pues mi mujer, Lucia Escaura, no me había dado herederos y ya el tiempo se cernía sobre nosotros. Lucia fue mi primer amor, casi mi cómplice, y nunca se me pasó por la cabeza el divorcio. Quizá engendrase con alguna esclava y adoptaría al retoño, o no. Pero no me atrevía a despojarme de la mujer que me hizo secuestrar la nave mercante de la familia, nuestro Felix, para recorrer la bahía del puerto y perseguir las estrellas.

Divago, pues mi cabeza es un repositorio de recuerdos desordenados y una sed inextinguible. Quiero pensar que tuve una educación exquisita por parte de Posidonio, el preceptor griego al que mi padre compró para enseñarme retórica. Era un hombre amable y de carácter tranquilo, y sólo perdió la paciencia con su pupilo en contadas ocasiones. Él me acercó a los estoicos, y todo lo que sé de pensadores como Catón el Joven lo aprendí gracias a él. Mi pago por su excelente servicio fue una muerte horrible cuando, preocupado, vino a buscarme al almacén en el que me escondí durante las primeras noches. Las ratas no me bastaron esa noche y sólo su vida pudo calmar la horrible sed. Pienso en él de cuando en cuando, ahora que aún lo recuerdo. Pienso en mi posición en el orden natural de las cosas y en si vería, como yo algunas veces, que si ahora soy un monstruo es mi propia naturaleza serlo y rebelarme sólo me traería infortunio y dolor.

Encontré la muerte en los bosques de Teutoburgo, como muchos de mis legionarios. Nadie supo ver la traición de Arminio hasta que fue demasiado tarde. Yo mismo, años atrás, lo conocí cuando visitó la villa, enamorado como estaba de los vinos de mi padre. Me pareció un hombre cabal y honesto, o al menos todo lo que podía serlo un germano. La rabia contra ellos, el idiota de Publio Quintilio Varo y mi propia sed de gloria me llevaron como legado de la XVIII Legión hasta la maldita espesura que nos arrebató la vida y nuestros estandartes. Pero ni siquiera pude combatir. La propia oscuridad me raptó poco antes de la emboscada y hundió sus garras en mis entrañas.

Nasua el Implacable, como luego se presentó en un latín terrible, fue esa oscuridad y también mi Hacedor. Un germano salvaje y de un rubio tan claro que se diría que sus cabellos y barba eran completamente albos. Entendía muy bien que su condición era una maldición y me la impuso como venganza por lo que nuestro pueblo había hecho a los suyos. Llevar la ley y la civilización a un grupo de salvajes no merecía esta condición, pero no hubo marcha atrás. El regalo adicional de la bestia fueron unas heridas que durante el día se reabren y empapan el lecho donde descanso: un recuerdo de lo sangrienta que será la eternidad para mí.

No he podido vengarme de él aún, pero tras doce años al menos pude devolverle el daño a Arminio. Las ratas del almacén dejaron de sustentarme y tuve que volver a la villa. Lucia Escaura, llena de amor y compasión, entendió mi condición mejor que nadie y me ayudó con un nuevo plan. Me alimentaría de esclavas que compraríamos para trabajar los viñedos. La charada se mantuvo sin demasiada dificultad: las pocas muertas eran enterradas bajo las parras y no había pasado tanto tiempo como para que se me achacara que no envejecía. Por supuesto, los horrores padecidos en Teutoburgo fueron suficiente excusa para ausentarme de la vida pública. Pero Arminio y mi creador no iban a parar. El Implacable le hizo llegar al germano traidor la información de lo que yo era y selló su propia muerte: mías fueron las manos y las palabras que llevaron el veneno que lo acabaría matando a su familia política. El secreto de mi condición desaparecería con él.

No fue la muerte de Arminio el único «regalo» que me obsequiaría mi Hacedor. Lustros de sangre en mis venas y el consuelo que me ofrecieron la muerte del germano me distanciaron de mi propia humanidad. Vuelvo a recordar las enseñanzas estoicas cuando descubro que puedo hacer crecer mis manos en terribles garras como las que me asesinaron. ¿Soy, efectivamente, un monstruo? Y de serlo, ¿tiene sentido que siga tratando de ser humano? ¿Qué dirían Zenón o Crisipo? ¿Es la virtud mía distinta a la virtud humana, es mi propia naturaleza devoradora el papel que se me ha dado ante los dioses y que debo representar?

Las preguntas me llevan de vuelta al almacén poco después, consumido por la nostalgia y el recuerdo de Posidonio. Nunca necesité tanto su guía como en esta tercera década tras mi transformación. Ahora finjo ser el hijo que nunca tuve, y Lucia Escaura ha empezado a perder la cabeza al ver cómo su pelo se torna blanco y sus articulaciones fallan pero yo sigo igual de inalterado. Algo en ella cambia, tanto amor y tanta sangre, muy probablemente, la habrán hecho odiarme con pasión. Cuando no me increpa me evita y eso es muchísimo peor. Decido huir de la villa. Cobijado en el almacén, perdido y ajeno al mundo, no veo el fuego venir. Un grupo de esclavos armados con antorchas lo asaltan y apenas escapo con vida tras recurrir a las odiosas garras para abrirme camino entre la carne y llamas. Chamuscado casi todo mi cuerpo, nada me duele tanto como el corazón.

Deja un comentario