Javier Alemán

Una Escalera

In Relatos on noviembre 2, 2021 at 11:24 pm

He escrito un relatillo nuevo, con intención de que no se quede sin hermanos.

Una Escalera

Hay una escalera en medio del barrio por el que a veces salía a pasear. No sé exactamente a dónde lleva, es de metal, de peldaños finos que hacen clinc clinc cuando la gente sube y baja, casi más escalerilla que escalera. Aunque el clinc clinc más bien me lo he imaginado porque no he visto a nadie subirla ni bajarla. No se ve bien hasta dónde llega porque se enrevesa un poco, gira y se tuerce. La terminan de ocultar unas zarzas pequeñas que se enganchan a una verja que tiene a uno de los lados.

Más que un barrio es una urbanización llena de chalés pequeñitos, de adosados que se estrujan unos contra otros y arbolitos entre las parcelas que separan a los vecinos para que no tengan ni que mirarse a la cara. Venía mucho por aquí cuando tenía perro, a pasearlo y hacer un poco de tiempo, a fumarme un cigarro y darle un poco de pausa a la vida.  Cuando estás por aquí, no sabría cómo explicarlo, la gente te mira y no te mira a la vez. Hace todo lo posible por mirarte fijamente porque eres una criatura sospechosa, un cuerpo ajeno que ha invadido este organismo clasemediano, por tirarte al suelo con el brillo de las pupilas para que te vayas. Y, a la vez, apenas hay contacto visual, es un desprecio tímido. Si alguien te da los buenos días lo hace con fastidio, con voz de apagada molestia. Por eso me gusta venir por aquí.

La primera vez que me quedé embelesado mirando la escalera fue, precisamente, en uno de esos paseos con el perro. El animal llevaba tiempo parándose cuando estábamos justo en frente, trataba de sentarse y yo notaba su peso en la correa, un granito casi inamovible que me daba siempre un tirón para atrás. Varias veces me lo hizo y yo me limité a jalar y desplazarlo. Como siempre camino mirando de frente ni me había enterado de qué quería el perro. Hasta que pudo conmigo. Le di varios tirones con fuerza y fui incapaz de moverlo, el muy pesado se había adherido al suelo. Recuerdo darme la vuelta, preparado para abroncar al bicho. Era un día de prisa exagerada, de trabajo pendiente que me había llevado a casa y tenía que terminar rápido… pero necesitaba al menos un chute rápido de aburguesamiento.

Al girarme y pronunciar su nombre, Vader, me di cuenta de que alzaba las orejitas pero no me miraba. Estaba embobado, hechizado por una mariposilla que trazaba figuras en el aire, subía y bajaba de la escalera sin tocarla. Hacía frío ese día e incluso vibraba en el aire un aroma fortísimo a plantas, no sé cuáles, un verde fuerte oloroso. Nos quedamos los dos, el perro y yo, como idiotas frente a la escalera, yo creo que al menos más de un minuto, conteniendo de alguna forma la respiración. La lluvia nos sacó de la ensoñación y me libró de una buena bronca en el trabajo.

Estuvimos meses frecuentando la urbanización, manteniendo con fervor el ritual absurdo de salir de casa, ir hasta allí, fumarme dos o tres (a veces cuatro) cigarrillos y deambular por el barrio hasta la escalera. Dejaba yo el tabaco entonces, lo pisoteaba contra la acera y nos manteníamos los dos, animales en esto, frente a nuestro objeto de veneración. Quien nos viera pensaría que pobre perro, que menudo dueño más raro, pero estos lugares residenciales no tienen vida que te vea.

Vader se fue como cuatro meses después. Un tumor de esos que tienen los perros viejos, con más complicaciones de las que merecía la pena resolver. Tenía claro que no iba a torturar al pobre animal para que viviera un mes más.

No lo encajé muy bien.

Él solía dormir a los pies de la cama y su ronquido me taladraba la cabeza, una nana burbujeante que me despertaba varias veces durante la noche. Nunca imaginé que uno pudiera extrañar algo así, que en ese silencio sobrecogedor que tienen las casas vacías echaría de menos el fantasma del resuello.

Dejé de hacer todo lo que me recordase al perro. Mis paseos a media tarde, en la pausa de la comida, murieron con él. Si acaso salía a estirar un poco las piernas, rodeaba la manzana y me volvía a meter delante del ordenador. Cambié también el fondo de pantalla por una imagen que me sugería el sistema operativo, una bonita playa sin alma. Todo en esa foto parecía retocado y muerto, pero era mejor que toparme con Vader tratando de subirse a un árbol en medio del bosque. También abandoné el tabaco, me daba asco fumar en casa y me había quedado sin demasiadas excusas para seguir haciéndolo.

Aunque son criaturas mucho menos longevas, es habitual participar en la ilusión de que tu mascota será eterna. Salvo que tengas un loro o una tortuga centenaria que te sobreviva, sabes que tarde o temprano tu perro o tu gato o tu conejo se morirán, pero es algo tan lejano como la propia muerte. Los ves envejecer, su hociquito manchado de nieve y aún te aferras a que todavía queda mucho. Qué extraño se me hizo un mundo sin Vader, sin paseos ni escaleras que hacen clinc clinc.

Pasaron los años y cambié de trabajo, aunque seguía haciéndolo desde casa. Cambié también de ordenador, condenado por la obsolescencia programada. Cambiaron tantas cosas en mi vida que me aburro pensando en enumerarlas. También volví a fumar intermitentemente, seguro que por el estrés de tanta transformación. Tras apestarme con el humo varias veces la habitación me impuse la obligación de hacerlo fuera de casa. Empecé a dar tímidos paseos, como el que le quita las rueditas a la bici. Vueltecitas a la manzana, ir hasta la esquina que confluía en la avenida principal… pequeños desafíos contra el encierro voluntario al que me había sometido.

Hay un parque pequeño, o más bien una plaza, cerca de casa. Cuatro palmeras mal puestas, otros cuatro bancos de madera y un busto de bronce en medio. Es de un hombre y, si me acercara a la plaquita que tiene, seguro que sabría a quién va dedicado. Me gusta el parque porque parece abandonado, ni siquiera genera interés como para que alguien lo decore con un grafiti feo.

Poco a poco fui recuperando el hábito y, tras tomar como puerto seguro esta placita, empecé a escalar el resto de la ciudad. En este trabajo puedo organizarme con los horarios y no pasa nada si la pausa de la comida es de dos horas, nadie se va a preocupar de que termine más tarde ni hay planes que me esperen. Empezó a darme tiempo para volver a los tres o cuatro cigarros en el trayecto, consumidos con pausa y serenidad incluso podía hacérmelo en dos.

En casa, cuando volvía y me enterraba en el teclado, me acompañaba todo el rato el regusto quemado y tóxico en la boca. Debería de darme algo de asco, pero lo cierto es que más de una vez me pillaba paladeando, tratando de sorber algo de ese humo que ya no estaba. En la punta de la lengua empezaba a formarse un nombre que empezaba por V. No hay nada más poderoso que los olores para recordar, y como era de esperar, una cosa acabó llevando a la otra. Nunca quise quedarme con las cenizas del perro, pero por algún motivo sí que seguían su correa y arnés guardadas en un cajón. Uno de los que se atan al pecho, de amarres gruesos y con su nombre escrito en una malla acolchada triangular que se le colocaba justo tras la nuca. Vader. El nombre menos original de todos los posibles para un perro grande y negro, pero un nombre que se había hecho tan grande que se lo había robado al villano de Star Wars, que ahora era otra cosa.

Hace como dos semanas de la primera vez que saqué el arnés y me quedé contemplándolo. No le había concedido su última voluntad al pobre animal, nunca le había dejado subir la escalerita, ascender ese camino metálico que tintinea y descubrir qué guardaba el mundo allí arriba para él.

Me tomé con calma la aventura, unos cuantos metros más con cada paseo, un incremento infinitesimal pero incesante. En una semana mi goteo de pasos me había devuelto a la urbanización y a las miradas de soslayo que pretendían expulsarme de ese mundo de muros y coches gargantuescos. La primera vez, ya en pleno invierno, se me hizo de noche justo antes de volver. Las luces surgían de los chalés casi al unísono, miradas amarillentas proyectándose contra el invasor. Chispas, luciérnagas espía. Tenía muy claro lo que iba a hacer pero me lograron acobardar.

Esa escalera, fuera a donde fuera, seguía esperándonos a los dos. Ni la suma de todas las miradas que no miran y desprecios educados del mundo iba a lograr pararme. Seguí entrenando estos últimos días, aspirando el humo del tabaco y pateando el suelo hasta acercarme cada vez un poquito más a ella. Un día alguien me daba las buenas tardes con tanto desprecio que notaba el profundo desagrado en la nariz. Al siguiente un SUV casi me rozaba al cruzar un paso de peatones. Así hasta hoy.

Salí temprano de casa y con el trabajo a medio hacer, aferrado al arnés con una mano y al cigarro con otra. Sabía que si los soltaba me perdería, que ellos tiraban y yo recorría el camino. Paramos un momento en la plaza, cogimos fuerzas y retomamos por calles más grandes y arboladas, avenidas con edificios altos y hasta la vía del tranvía. No recordaba que el camino fuera tan largo pero daba igual, hoy ya no podía darme la vuelta.

Cuando llegamos a la urbanización aún había suficiente claridad como para que las luces no me echaran, apenas había nadie en la calle para juzgarme y lograr que frenase. No iba a parar. Avancé por calles idénticas cuyos adosados sólo se diferenciaban entre los que tenían banderas o no en el balcón. Y cuando se me acababa ya el cuarto cigarrillo, cuando parecía que el sabor de los paseos me abandonaría, la encontré. Justo en el corazón del barrio, al lado de una acera ligeramente levantada por las raíces de un árbol. Ahí está la escalera.

Abracé instintivamente el arnés, y es verdad que al subir sonaba así: clinc clinc.

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